Tuesday, April 6, 2010

Algunas consideraciones sobre la Ley...

Generalmente, a todos los que estudiamos Derecho, se nos presenta la Ley como palabra sagrada. Así, se nos dice que es la Ley la que generalmente trae las respuestas a todos los problemas jurídicos que se presentan, y no hay nada más importante que el respeto a ella. No obstante, a medida que avanzan los años, la Ley va perdiendo legitimidad, puesto que, aunque parte importante del ordenamiento jurídico, la Ley no lo es todo. Más aún en un país en donde la legislación muchas veces está de espaldas a la Constitución, y en donde se legisla con más motivos políticos que sociales y jurídicos. Próximamente, Venezuela escogerá a sus nuevos legisladores, quienes tendrán como principal función, naturalmente, legislar. Es por ello, que no hay mejor momento que éste para evaluar lo que es la Ley, qué se puede conseguir con ella, y si verdaderamente tiene que ser palabra sagrada de todo ordenamiento jurídico. Analicemos entonces si la Ley puede ser la solución a todos nuestros problemas, tomando en consideración tanto sus ventajas como sus debilidades.


La Ley es expresión de la voluntad del Poder. A lo largo de nuestra historia, el Poder Legislativo se ha dado la tarea de ignorar a una inmensa mayoría de ciudadanos, sin tomar en cuenta los intereses de la minoría y dictar leyes en base a una más que cuestionable legitimidad de origen. La Ley, entonces, no es fruto de la voluntad popular, tal y como lo prevé la Constitución, sino que es la expresión de la mayoría gobernante. Es así como en las elecciones parlamentarias, el pueblo elige a sus próximos legisladores, quiénes tienen la mala costumbre de olvidarse de los ciudadanos y dedicarse a redactar leyes en base a sus propios intereses, volviendo a encontrarse con el pueblo poco tiempo antes de los próximos comicios. Esta situación, aunque se les escapa a muchos, le quita legitimidad y valor a la Ley. A pesar de esto, en las facultades de Derecho todavía se nos enseña todavía a defender la Ley a capa y espada; y a respetar lo que ella dice como lo que es verdaderamente Derecho. Esta situación debe ser urgentemente corregida con mecanismos como la consulta pública, de consagración constitucional, y que desde el año 1999 ha sido un saludo a la bandera, puesto que pocas veces se realiza, y en los casos en que se ha realizado, poco o nada son tomadas en cuenta las observaciones de los ciudadanos.
Por consiguiente, las palabras de la Ley cada vez valen menos. Así nos encontramos con conductas que practican los ciudadanos, no porque están así establecidas en la Ley, sino porque ese comportamiento es lógico y necesario para el debido desenvolvimiento de la sociedad. Por ejemplo, es muy fácil dudar que el comprador paga el precio de la cosa vendida porque así está expresamente establecido en una Ley, puesto que en realidad lo hace porque de lo contrario, el mercado no funcionaría, y nadie vendiera nada si el comprador no pagara. Es por ello que, en la mayoría de los casos, las leyes verdaderamente exitosas son las que se limitan a consignar lo que ya estaba sucediendo en la sociedad. Esto se explica porque la sociedad ha funcionado por sí misma, en varias etapas de la historia, sin necesidad de leyes. Claro está, en el estadio actual de las sociedades occidentales, las Leyes surgen para romper el equilibrio social existente, lo que no se trata necesariamente de una crítica, ya que a veces el equilibro social no es el natural. Por ejemplo, muchas veces la Ley ha nacido para proteger al débil jurídico, que en pocas palabras es aquella parte de la relación jurídica que se encuentra en desventaja dentro del equilibro natural social, por lo que necesita una protección especial de la Ley para que la relación se desarrolle más equitativamente. Lo cierto es que la Ley se ha convertido en una verdadero estorbo para los ciudadanos, y como viene impuesta, aunque muchas veces es cumplida, por temor a represalias, en la primera oportunidad que tiene el ciudadano de incumplirla, lo hace.
Por otro lado, es incoherente que se exija respeto a la Ley cuando ésta nada tiene que ver con la democracia. La supremacía y el debido respeto a la Ley se puede justificar únicamente por su origen popular, lo que teóricamente trae como consecuencia que haya una prevalencia entre las leyes y las normas que emanan del gobierno (reglamentos). Menos aún, puede pretenderse, como por muchos años se ha supuesto, que la Ley es una norma superior porque ella misma así lo proclama. Así que el carácter democrático de la Ley no reside en el cuerpo de quién emana, sino en que sea producto del propio carácter de sus destinatarios. Si los ciudadanos no comprenden las leyes y no están conformes con ellas, poco la respetarán, y la Ley perderá su sentido. Por ello, es necesario que la Ley se presente a la sociedad apoyada no en la voluntad de un líder supremo o de la mayoría gobernante, sino en razones susceptibles de ser compartidas por la colectividad y su voluntad.


Los mismos que hacen las leyes son los primeros que la irrespetan. Irónicamente, nuestra sociedad se ha acostumbrado a que los representantes del Estado sean los primeros que incumplen las Leyes. Además de irónico esto es inexplicable, más aún en una situación como la que vivimos actualmente, puesto que la Ley es un traje hecho a la medida del gobierno, y aún así, no cabe duda de que es el propio gobierno el que infringe las Leyes a diestra y siniestra, sin que haya absolutamente nada ni nadie que pueda detenerlos. No hay sociedad que pueda sostenerse cuando hay un Estado que no da el ejemplo, cumpliendo y haciendo cumplir las Leyes a cabalidad. En algunos países desarrollados, el gobierno ya no actúa fuera del marco de la legalidad, sino que lo hace dentro de él puesto que es la única manera no sólo de que la sociedad funcione, sino también de que el Estado sea organizado, pueda desarrollarse, y haya la seguridad jurídica suficiente para dar paso a las inversiones tanto nacionales como extranjeras.


Actualmente, para bien o para mal, la Ley es inevitablemente ideológica puesto que concreta los valores propios de la clase opresora que la ha dictado. Nuestras Leyes actuales, son dictadas por una clase opresora, quiénes como dijimos antes, las dictan a espaldas de una inmensa mayoría de ciudadanos. Es así como la ley es puesta en práctica con el único propósito de racionalizar la imposición de los intereses de los opresores, puesto que el que tiene el poder de hacer Leyes, protege sus intereses con ellas. Por eso es que ha surgido una frase muy común en el argot jurídico: Enséñame un código y te diré quién manda en el país. En Venezuela, por ejemplo, nos hemos cansado de ver cómo las leyes no se hacen para proteger a los ciudadanos sino para oprimirlos, puesto que se conciben como instrumento de intervención pública en beneficio de un impreciso interés general que se concreta en limitaciones del interés individual.
Cabe resaltar, que desde el punto de vista netamente jurídico, la Ley no tiene siempre la última palabra. Es por ello que de nada sirve que las Constituciones y los tribunales proclamen toda clase de derechos y libertades para que luego, a la hora de la verdad, venga la Ley, y con casi toda seguridad, acabe con todos esos derechos fundamentales que la Constitución ha otorgado. Esto claro está, sin que haya una Sala Constitucional que se atreva a controlar el constante actuar inconstitucional del Poder Legislativo. Por lo anterior, los operadores jurídicos no acuden a la Ley para resolver los conflictos, sino que todos los conflictos se resuelven con la Ley. Así es como ha surgido la famosa frase: hecha la Ley, hecha la trampa. Por tanto, el abogado que conoce la Ley, pero que también conoce la realidad de nuestro país, ha de explicar inmediatamente al cliente las diferencias que median entre el comportamiento debido y el comportamiento posible. El sistema lleva a el triste desenlace de que los abogados no estén para colaborar con el cumplimiento de la Ley, sino precisamente para lo contrario: para ayudar al cliente a sortear los obstáculos que aquélla pueda haber colocado. Muchos dirán que este país está lleno de abogados tramposos, pero, en realidad, muchas veces su comportamiento habitual responde a la sana intención de frenar con su sentido común los disparates y arbitrariedades que se implantan en las Leyes. 

  
Estamos en tiempos de legisladores ignorantes e insensatos. Como se legisla para el Poder, y muchas veces para la voluntad de una causa política, rara vez la Ley es producto de una discusión y un debate social; los expertos en la materia que regula la Ley nunca son consultados y se crean las normas con el solo propósito de darle forma jurídica a las arbitrariedades del Estado. Esto pone a los jueces en serios problemas, puesto que muchas veces las mismas Leyes no se entienden o su aplicación es imposible. No obstante, nuestro Poder Judicial, conformado por abogados que fueron formados con la idea de la sacro santa Ley, se limitan a aplicarla sea inconstitucional o  aunque vaya en contra de los principios generales del derecho; e incluso tienen la osadía de aplicar un mismo supuesto, obteniendo consecuencias jurídicas distintas, en donde todo depende los intereses del gobierno.
Esta situación nos debe llamar a la reflexión como país, en donde más que legalizar el proyecto de país que queremos, hay que legitimarlo. Además, hay que empezar por entender que la Ley es todo menos sagrada, y que a la hora de concretar el Estado Social de Derecho y de Justicia que propugna la Constitución, es un elemento más que hay que tener en cuenta para alcanzar un país justo. Por lo tanto, espero que a partir del próximo 26 de septiembre, se entienda a la Ley como uno de los muchos mecanismos que tenemos en nuestras manos para sacar este país adelante, en donde, como dijo Montesquieu, las cosas no serán justas porque sean Ley, sino que deberán ser Ley porque son justas.

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