Hace apenas un año, Estados Unidos estaba inmerso en uno de los peores episodios de irritación ciudadana de su historia. En ese país, y durante muchos años, los precios de las acciones y los valores de los inmuebles habían crecido incesantemente. No obstante, llegó el día en que la burbuja explotó, desplomándose así los miles de millones de dólares que los bancos de Wall Street y otras instituciones financieras habían logrado conseguir mediante complejas inversiones respaldadas por hipotecas.
Así, las alguna vez orgullosas firmas de Wall Street se tambalearon al borde del colapso, ocasionando una devastación que no sólo afectó a grandes empresas, sino también a ciudadanos comunes, cuyas cuentas de jubilación perdieron gran parte de su valor. En concreto, solamente en 2008, la riqueza total de las familias estadounidenses descendió la sorprendente cantidad de 11 billones de dólares, una cantidad igual a la producción anual combinada de Alemania, Japón y el Reino Unido.
Por tal razón, en octubre de 2008, el entonces Presidente George W. Bush, solicitó al Congreso un rescate por la suma de 700 mil millones de dólares para poder así ayudar a los grandes bancos de la nación y demás empresas financieras. No parecía justo desde ningún punto de vista que Wall Street, precisamente la gran beneficiaria durante los buenos tiempos, estuviera pidiendo ahora a los contribuyentes estadounidenses ayuda, cuando la situación estaba peor que nunca.
El hecho es que no parecía haber alternativa. Los bancos y firmas financieras habían crecido tan ampliamente, y su participación había adquirido un protagonismo tal en la economía norteamericana, que su colapso definitivo suponía el derrumbe del sistema financiero. Precisamente por tal razón, ningún político norteamericano se atrevió a decir que los bancos e instituciones financieras de inversión se merecían el dinero. Las decisiones imprudentes y las inadecuadas regulaciones gubernamentales habían provocado la crisis, pero el bienestar de la economía norteamericana fue más importante que cualquier consideración de justicia que pudiera tener el Congreso.
Meses después, surgió el episodio de los bonos. Las noticias empezaron a dar cuenta que muchas de las empresas beneficiadas por la ayuda financiera del Congreso estaban adjudicando millones de esos dólares en bonificaciones a sus ejecutivos. Quizás el caso más sonado fue el de la American International Group (A.I.G.), una gigantesca compañía de seguros que fue llevada a la ruina por realizar inversiones riesgosas y que luego de haber sido rescatada por el gobierno con una inversión de 173 mil millones de dólares, estaba destinando 165 millones de dólares en bonificaciones a sus ejecutivos de la unidad de productos financieros, la cual había sido la principal responsable en precipitar la crisis. En pocas palabras, 73 empleados recibieron bonos de 1 millón de dólares o incluso más.
Es imposible no hacerse eco de la sensación de injusticia que rodea toda esta situación. Moralmente, el rescate ejercido por el Congreso de Estados Unidos se parecía más a una especie de extorsión, puesto que los ejecutivos que reciben los bonos no los merecen. En primer lugar, porque los bonos parecían más bien una recompensa a su codicia, la cual debería haber sido castigada por las consecuencias que trajo. En concreto, es a todas luces injustificable que luego de haberse embolsillado todos los beneficios cuando el negocio marchaba bien, también exigieran una retribución luego de que sus inversiones habían llevado el sistema financiero norteamericano a la ruina.
En segundo lugar, los bonos indudablemente estaban recompensando el fracaso de los ejecutivos. En tal sentido, se pronunció el Presidente Barack Obama de forma muy clara, señalando concretamente lo siguiente:
Estos son los Estados Unidos de América. Aquí no se menosprecia la riqueza. No se critica a nadie por alcanzar el éxito, y estamos convencidos de que el éxito debe ser recompensado, pero lo que hace que la gente esté molesta –y con razón- son ejecutivos que después de un estruendoso fracaso reciben como contrapartida recompensas subsidiadas por los contribuyentes del país.
Son precisamente esos los sentimientos que están presentes en Estados Unidos un año después, ahora que ha sucedido un espantoso derrame en el Golfo de México luego de que explotara una plataforma petrolera manejada por la compañía British Petroleum. Sin duda alguna se trata de la peor crisis ambiental que han experimentado los norteamericanos en su historia.
A diferencia del régimen legal que opera en casos de fugas de tuberías de perforación en el fondo del océano, la responsabilidad de British Petroleum por daños y perjuicios ocasionados por el derrame está limitada en el ordenamiento jurídico estadounidense. En tal sentido, las leyes federales de Estados Unidos obligan a las empresas a pagar todos los daños al medio ambiente, pero hasta un máximo de 75 millones de dólares. Por tal razón, algunos legisladores del Partido Demócrata han propuesto aumentar ese límite a 10.000 millones de dólares, muchísimo menos de lo que hace la empresa inglesa por año (262.000 millones en 2005).
Lo que sorprende de todo esto es que Senadores Republicanos han bloqueado tal iniciativa, lo que significa que serán los contribuyentes norteamericanos, una vez más, y no British Petroleum, los que tendrán que pagar por semejante desastre. Obviamente, la intención no debe ser quebrar a la empresa inglesa, pero en el mundo actual, es sumamente necesario que la gente responda por sus actos, y sobretodo las grandes empresas por los daños que han causado, puesto que así como se permite que compañías de este tipo hagan mucho dinero en un determinado país, deben responder por los daños que les causen, los cuales no afectan al gobierno, sino a los ciudadanos.
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